La capilla de Begoña y su artesonado: historia y
restauración
Ponencia presentada en el Congreso Internacional
Centenario Archivo Arquidiocesano de Mérida.
Mérida, 6 al 12 de noviembre de 2005
Publicada en: El Patrimonio Eclesiástico Venezolano. Tomo II.
Edic. Fund. Archivo Arquidiocesano de Mérida-Konrad Adenauer Stiftung/UCAB
Caracas, 2007. Pp. 385-400.
Dra. Blanca De Lima/Arq. Josennya Noroño
INTRODUCCIÓN
A lo largo del XVIII se fue
expresando en el templo de San Francisco de Coro el gusto por el brillo, las
formas y juegos de luces y sombras propios del barroco hispano. La capilla de
Begoña y su artesonado forman parte de una historia de marineros y vizcaínos,
de poderes terrenales y ritualidad dieciochesca con sabor trentino, cuyo
conjunto se hizo eco del gusto de la época y cuyo único sobreviviente, su
artesonado, permite hoy reconstruir, de la mano de otras fuentes primarias, lo
que fue una de las máximas expresiones del esplendor y boato de las elites de
la jurisdicción de Coro en el periodo colonial.
La fundación del primer
templo
Nace el templo de San
Francisco de Coro durante la segunda década del siglo XVII, bajo el mecenazgo
del capitán Ambrosio Hernández –conquistador, encomendero y poseedor de hatos
en la jurisdicción coriana- y su esposa Inés López, lo cual le valió el título
de Fundador: «... que por cuanto
el Capitán Ambrosio Hernández, vecino y morador de esta ciudad de Coro,
gobernación de Venezuela, nuestro hermano y bienhechor, con un impulso del
cielo y toque que Dios le dio en su alma se animó, dio principio a la fundación
de este nuestro convento de Nuestra Señora de la Salceda de esta dicha ciudad
de Coro. Se levantó desde los cimientos la fábrica de la iglesia de dicho convento
y haberla puesto en el punto que al presente está con puertas y ventanas, y con
los demás adornos que tiene de altares, púlpito y reja en la capilla mayor, sin
ayuda ninguna de los vecinos. Antes, en los principios de su erección y fábrica
hubo muchos contratiempos del dicho pueblo. (...) Y con la ayuda de Dios y su hacienda ha hecho una obra y fábrica de
este Convento (...) atento lo cual
(...) de darle el título de fundador de
este dicho Convento de Nuestra Señora de la Salceda de esta dicha ciudad de
Coro, como de presente se lo damos, y que goce y tenga todas las gracias y
privilegios que suelen tener los que
son fundadores de nuestros conventos (...) y a la Señora nuestra hermana Inés López, su consorte y mujer, se le
guarde y dé el mismo título ...»[1].
Fue este primer templo una
modesta construcción de techo de paja, que transcurrió el siglo XVII entre
incursiones de corsarios y piratas y el desmedro de la ciudad, cuya capitalidad
y obispado fueron trasladados a Caracas. Con todo, se mantenía en base a
censos, y su ritualidad incluía los entierros a su interior, que se detectan
desde fines de ese siglo y que abarcan todo el espectro social, desde la
modesta solicitud de María Jiménez en 1692, con mortaja blanca y "con
cruz baja como pobre de solemnidad", hasta la del alférez don Juan de
la Colina Peredo, familiar del Santo Oficio y procurador general de la ciudad
de Coro, que en 1708 pidió ser enterrado "en la iglesia de Nuestro
Padre San Francisco en la sepultura que eligieren mis albaceas", o la
del corregidor Manuel Francisco Contín Romero, cuyo testamento de 1715 dispuso
ser sepultado en el templo franciscano vestido con hábito de la tercera orden[2]. Pero además
de los entierros, los grupos sociales de mejor posicionamiento buscaban, una
vez consolidados, expresar a través de la ritualidad el poder adquirido. La
colonia canaria se hizo presente en 1712, al fundar la cofradía de Nuestra
Señora de la Candelaria[3]. Las
primeras capillas también son de estos años, como lo revela en 1716 la
disposición testamentaria del Maestro de Campo Nicolás Sánchez de Ágreda, cuyos
albaceas narraron: "...cuando la dicha D. Juana Francisca de Soto, su mujer, tuvo
muy mala y sacramentada en esta ciudad, ofreció y prometió dicho difunto al
Glorioso Padre San Antonio de Padua fabricarle capilla en el convento de Señor
San Francisco de esta ciudad, a expensas propias de su caudal si le daba salud
y vida Dios Nuestro Señor por la intercesión del santo a la dicha su mujer, la
cual su Divina Majestad fue servido de concedérsela, y así lo declaramos para
que se cumpla dicha promesa, para que regulándose por personas prácticas e
inteligentes, se saque el importe y costa que pudiere tener de lo mejor de sus
bienes, y se entregue a las personas que dispusiere el muy reverendo Padre
definidor fray Andrés Sangronis, quien si quisiere percibirla y entregarse de
ella para el cumplimiento de dicha promesa, se le entregará; y así lo
declaramos para que conste en descargo de la conciencia de dicho difunto"[4].
Cal, piedra, ladrillo y teja:
el templo en su segundo tiempo
Siglo XVIII. El barroco
prosigue en España su dilatada estadía, y América recibe, en mayor o menor
medida, los ecos de su presencia. En Coro, el templo franciscano, parte del
conjunto conventual de comienzos del siglo XVII, evoluciona en forma progresiva
y muy a su manera, hacia la teatralidad del barroco.
Cuatro años después de la
disposición testamentaria de Nicolás Sánchez de Ágreda el templo cumplió un
siglo de fundado e inició su segundo tiempo el 2 de mayo de 1720, cuando el
maestro de albañilería Juan Hilario Bueno firmó con Cristóbal Dávalos y
Chirino, regidor perpetuo de la ciudad y síndico del convento, un contrato por
600 pesos para hacer: «la fábrica de la
Iglesia que se pretende de dicho convento, levantando las paredes de cal,
piedra y ladrillo desde los simientos, que he de abrir, hasta enrasarlas, y así
mismo la portería y sacristía y entexar después de enmaderada la dicha iglesia»[5]. Este segundo tiempo tal vez fuera resultado
de la presión social sobre el templo, la cual como se ha visto venía desde
comienzos del siglo, a través de los entierros, cofradías y capillas. La
exploración arqueológica indica que este edificio fue una construcción de una
sola nave, de entre 7 y 7,50 metros de ancho –8.5 a 9 varas, para la época-,
adosada a la crujía occidental del convento, con su piso elevado unos 40-60 cm
del piso 1, siendo de baldosas cuadradas
colocadas sobre una delgada capa de arcilla compactada[6].
La fábrica de este segundo templo, ahora con
techo entejado, símbolo de la estabilidad que en forma progresiva adquirieron
las construcciones corianas, y además símbolo de elevado estatus social, fue a
la par de la prosperidad de los grupos de poder insertos en la ciudad y la
jurisdicción. Apellidos que venían desde el siglo XVII o que llegaron en el
XVIII junto con la Compañía Guipuzcoana, ampliándose así el círculo de poder
económico y las opciones sociales para la acendrada práctica endogámica que en
materia de emparentamientos mantenían las familias con mayor dominio, y
mediante la cual retenían y manejaban todas las instituciones: civiles,
políticas, militares y eclesiásticas. Una cerrada estructura social que
soportaba su bonanza económica en recurrentes intentos con el cacao hacia el
oriente de la jurisdicción, sobre la
caña de azúcar en la serranía sureña y el ganado mayor y menor en su plano
costero nor-occidental.
A partir de su
reedificación San Francisco avanzó hacia lo que fue la cima de su esplendor, en
la medida que los diferentes grupos sociales acudían a él con más intensidad
para el ejercicio de su ritualidad. Las solicitudes de entierros en el templo
fueron aumentando con el siglo y en la medida que surgieron nuevos altares y
capillas. La ritualidad trentina y los ecos del barroco fueron penetrando la
vida del templo. Las fuentes primarias permiten identificar, además de la capilla que
albergaba el altar mayor, otras ocho: la de San Antonio de Padua –la más
antigua detectada en fuentes primarias-, la de Nuestra Señora de la Concepción
–en cuyo altar había una imagen de San José-, de Nuestra Señora de la
Candelaria –en cuyo altar se veneraba a la Santísima Trinidad-, la de la Orden
de Terceros, la de Nuestra Señora de Begoña, patrocinada por Ana de la Colina
–con imágenes de Santa Ana y San Joaquín-, la de Nuestra Señora de la Soledad o
de Dolores –patrocinada por Vicente Borges-, esta última con la importancia
adicional de que en ella se veneraba el Santísimo; la de Santa Teresa y la de Jesús Nazareno, que el obispo Martí describió en
su visita pastoral de 1773: «en el tercer tramo de la iglesia tiene con su
techo tallado y dorado ocho varas de largo y seis de ancho», adornada con
imágenes del Nazareno y el Niño Jesús, catorce cuadros de la pasión y un
Cristo, entre otros objetos[7]. Por último, los
altares de Santa Bárbara y San Benito –con un retablo de este santo-, y Nuestra
Señora de la Paz[8].
La última década del siglo
XVIII fue particularmente importante en la historia de la planta arquitectónica
y el interior de este templo, debido a la serie de cambios plasmados tanto en
fuentes primarias como en la exploración arqueológica. La profunda remodelación
que se hizo entre 1791 y 1795 macrodimensionó el edificio, el cual fue llevado
a tres naves y triplicó su ancho, que de 8.5 a 9 varas en 1720 pasó a 24 varas
y media, correspondiendo más de 11 varas a la nave principal[9].
El dato arqueológico indica
que desaparecieron las puertas que comunicaban iglesia y convento, y deduce el
posible adosamiento de algunos altares a la pared de la nave de la epístola: «... tal como parecen indicarlo las
concavidades que se observan en la madera de sus dinteles [de las
ventanas]»[10].
Las capillas y altares existentes, y los nuevos, se distribuyeron entre
las dos naves. De esta época parece ser la capilla de Santa Teresa, incluida en
el informe de fray Joseph Girán de 1791. El mismo informe reporta que varias de
estas capillas tenían los techos dorados y pintados, eran las de San Antonio,
Jesús Nazareno, la Concepción, la Soledad, la de Begoña y la capilla del altar
mayor. A los altares ya mencionados se
sumó el de la virgen del Rosario, con una imagen de la Concepción.
En 1794, y obviando la
norma trentina que prohibía que el tabernáculo eucarístico se ubicara en
capillas laterales, el padre visitador, fray Juan Esteban Carballo, ordenó el
traslado del Santísimo Sacramento de la Capilla de la Soledad a la de Begoña.
Todo indica que en San Francisco, y por causas desconocidas, no se acataba
aquella disposición. Tal vez tenga relación con las grandes obras que en esos
años se realizaban en todo el templo. Lo cierto es que esta decisión dio mayor
rango a la capilla y se mantuvo cuando menos hasta 1801, cuando se mencionó la
posibilidad de hacer un nuevo sagrario para la capilla de Begoña[11].
El esplendor del templo fue
fugaz y se acompañó de una grave crisis social que se expresó el mismo año de
su magna reinauguración, 1795, cuando en la sierra coriana negros libertos y
esclavos, acompañados de otros desposeídos, protagonizaran una insurrección
contra las autoridades locales, insurrección que no estuvo exenta de la presión
ideológica antiesclavista abanderada por la Ilustración, la cual llegaba a
América a través del arco caribeño. La extremada polarización social tuvo como
resultados escenarios simultáneos y contradictorios, a la vez que
complementarios. Por una parte, la máxima expresión de boato expresada por los
grupos de poder local en el plano de la religiosidad. Por la otra, la más
sangrienta represión contra los oprimidos de entonces, llevada a cabo por los
mismos que elevaban altares y capillas, ornaban sus imágenes y pedían perdón
por sus pecados.
¿Quiénes hicieron estas capillas, sus retablos, sus techos, sus altares?
Poco es lo que se sabe de la carpintería coriana en el siglo XVIII, la ausencia
de gremios no contribuyó a guardar la memoria de esta actividad. Sin embargo,
hubo carpinteros, y en las fuentes primarias emergen nombres como el del maestro
de carpintería Francisco Clemente de Salas, activo ya para 1702 y cuyo
testamento dejó constancia de su actividad en Coro; Manuel de Ojeda, cuyo
inventario de bienes en 1712 incluye la lista completa de un taller de
carpintería y herramientas incluso de tallista, y al que se ubica ya a finales
del siglo XVII en las fuentes primarias; el sargento y maestro de carpintería
Tomás Rodríguez de Medina, el corregidor Manuel Francisco Contín Romero, cuyo
testamento de 1715 dejó constancia de sus habilidades como constructor, el
capitán Lope Antonio Galíndez y Hurtado –que se trasladó a Barquisimeto-, en
1733 se ubican al capitán Diego de Chirino y a Sebastián de Atacho,
relacionados con la construcción de viviendas; en 1742 al maestro Juan de Laya, mencionado en relación a obras de carpintería
en la testamentaría del teniente y justicia mayor de Coro, don Juan Antonio de Ugarte;
el alférez Juan Nicolás Contín Romero, que aparece en 1733 como carpintero y en
1745 hipotecando su herramienta de carpintería; Joseph Suárez –mulato libre
activo en 1750 como maestro de carpintería- y Domingo Antonio Vital
Gámez, reconocido en 1771 como maestro mayor de carpintero. Todos ellos
–y otros desconocidos- se desenvolvieron en un amplio espectro de actividades
asociadas con el manejo de la madera, destacando siempre en las fuentes
primarias las construcciones y avalúos de casas. Sin embargo, no debe excluirse
el que también hayan realizado tallas e incluso pinturas, ya que para esa época
era usual la combinación de diversos oficios en torno a la madera[12].
En ausencia de mayores elementos, por aproximación cronológica podemos imaginar
a uno o más de estos carpinteros de mediados del siglo XVIII involucrado en la
hechura del artesonado y el retablo de la capilla de la virgen de Begoña,
particularmente los llamados maestros.
La capilla de la virgen de Begoña
La devoción a la virgen de
Begoña es propia de los vizcaínos y de los marineros, habiendo sido proclamada
patrona del Señorío de Vizcaya el 18 de Junio 1735. Su fiesta se celebra el 15
de agosto. De allí que Ana María de la Colina Sangronis, nieta y esposa de
vizcaínos[13], pocos años antes de su
muerte, quizás hacia 1760, patrocinara la erección de la capilla de Nuestra
Señora de Begoña, como consta de su testamento fechado 27-03-1767, el cual dejó
constancia de una capellanía que su esposo debía instituir a nombre de ella : «por afecto y devoción que siempre tuvo Doña
Ana María de la Colina a Nuestra Señora con el prodigioso título de Begoña, colocó
su Santísima imagen en la capilla que para este efecto construyó en una de
las Naves de dicho convento, erigiéndole Altar Suntuoso y adornado, donde
se venera dicha imagen de Begoña, con ánimo de que anualmente se le haga fiesta
solemne con víspera, tercia, misa, procesión y sermón el día quince de agosto (...)
gastándose lo necesario en cera, e
incienso y música, ...»[14].
Para su muerte la capilla –de casi 25 m2- estaba concluida, ello
incluía el techo interior artesonado –cuya altura máxima era de 6.26 m-[15], su
altar y retablo, considerados de factura artesanal coriana. La capilla quedó al
cuido del viudo de Ana María, quien en 1772 la menciona en su primer
testamento, pidiendo ser sepultado: «en el convento del
seráfico Padre San Francisco de esta ciudad, en la capilla que allí tengo
dedicada a la Santísima imagen de Ntra. Sra. de Begoña»[16].
El techo de la capilla era pintado y dorado, había un retablo de
tres nichos también pintado y dorado, con tallas de Santa Ana (Figura 1) y San
Joaquín (Figura 2) flanqueando a la virgen de Begoña, que llevaba una corona
imperial de plata[17]. Las
tallas de Santa Ana y San Joaquín eran mexicanas, y quedaron mencionadas en el
testamento de 1767 de Ana María de la Colina, quien instituyó una capellanía
para financiar la fiesta de Santa Ana: «...
que tenía devoción de hacer, y se haya colocada la imagen de dicha santa en uno
de los nichos de la capilla de Nuestra Señora de Begoña en el referido
convento.», y otra capellanía para San Joaquín: «... cuya imagen del referido santo se halla colocada en otro de los
nichos de la Capilla de Nuestra Señora de Begoña en el expresado convento»[18]. La mención de 1791 al techo pintado y dorado
es la primera y única referencia
histórica al artesonado de San Francisco encontrada hasta la actualidad,
y permite jugar con la hipótesis de que retablo y artesonado guardaban una
unidad de estilo basada en motivos vegetales: flores, fronda, espigas y otros;
dorado en los relieves y dominio en la policromía del verde malaquita, rojo
cinabrio y azul de Prusia. El resultado, un tallo vegetal renacentista
evolucionado hacia el gusto barroco, tanto por sus colores como por la
profusión del decorado y el manejo del dorado como elemento de realce. A esto
debe agregarse el juego de luces resultante de lo que debe haber sido un diseño
intencional que conjuga la división azul-dorado y rojo-dorado más el florón,
dorado en su totalidad, irradiados por la luz de una lámpara de plata.
Imaginémonos, entonces,
caminando hacia el fondo del templo, sobre la nave del evangelio, cruzando el
arco carpanel de tres centros que da acceso a la pequeña capilla, su artesonado
de ochavo en estructura cupular, retablo, sagrario y hechuras de bulto, todo
policromado y dorado, iluminada por una lámpara de plata que pendía de un
florón hojillado en oro, cuya luz envolvía al florón mismo, rebotaba en las
tapas, tapajuntas y pechinas, enfatizando los dorados de las flores, espigas y
demás decoraciones fitomórficas, dando vida al verde malaquita, rojo cinabrio y
el azul de Prusia. San Juan, san Mateo, san Lucas y san Marcos flanqueando al
devoto desde las cuatro pechinas. Al fondo y al centro del retablo, la virgen
de Begoña y el Niño imponiéndose luminosos con su oropel de plata, oro y
pedrería: corona imperial, potencias, botones, gargantillas y pulseras de
perlas, sortijas ... zapatos de plata[19].
Santa Ana y san Joaquín flanqueándola con su policromía en dorado, sus miradas
de vidrio iluminado dominando el plano frontal. Más luces de velas, humo que
asciende, olores de cera e incienso propios de la ritualidad cotidiana de la
época. Un teatro de luces, colores y olores con ocho personajes divinos
imponiendo su rango en el pequeño espacio; a sus pies, los benefactores de la
capilla y otros privilegiados buscando el descanso eterno; y por último el
creyente, ubicado ante la imagen devocional, sintiéndose envuelto por aquella
luminosidad que llegaba desde todos los ángulos, creando una atmósfera de
recogimiento trentino.
Descripción formal de la obra
La capilla del evangelio
del templo de San Francisco es un espacio rectangular de medianas dimensiones,
ubicado en la nave derecha del templo, colindante con el antiguo convento y a
la altura del presbiterio. Su acceso se da a través de un arco carpanel de tres
centros, con moldura en el trasdós, a la altura de la línea de la imposta.
Hacia su izquierda, dando acceso hacia el presbiterio, hay otro arco, quizás
abierto en 1793, cuando el Santísimo fue trasladado a esa capilla. Un tercer
arco que había en la pared testera se encuentra hoy tapiado. A su lado derecho
hay una puerta colocada en 1984, que sustituyó a una ventana tapiada1.
La capilla presenta una
doble cubierta. La inferior es un artesonado de ochavo2 con doble
base3, de madera de cedro –actualmente en parte desmontado y en
proceso de restauración-, sobre pechinas donde están representados los cuatro
evangelistas y sus símbolos. La obra está integrada por 96 piezas. Una de estas
pechinas desapareció, tras su desmantelamiento en una de las tantas
intervenciones que la edificación sufrió en los últimos treinta años. Cabe
destacar que sobre ésta era donde se producían las mayores escorrentías de agua
ocasionadas por las filtraciones del techo.
El banco octogonal está
formado por 40 tapas (Figura 3), 16 de ellas en forma de triángulo. Sobre cada
segmento de la primera base se apoyan las tres tapas principales, flanqueadas
en sus extremos inferiores por dos tapas triangulares de pequeñas dimensiones.
Todas estas piezas, sin excepción, poseen elementos decorativos en relieve, con
decoraciones fitomórficas en color y/o doradas a la hojilla. Los colores son propios de la época: rojo
puro y azul grisáceo, este último recubierto con una capa no homogénea de color
blanco, con cola animal como aglutinante4, y dorado a la hojilla en
los elementos decorativos en relieve, a modo de espigas florales, que adornan
las 24 tapas.
Sobre la parte superior de
este entramado descansa una segunda base que soporta una estructura cupular
también de madera de cedro, formada por doce tapas unidas en su parte superior
a un florón con decoración fitomórfica de gajos adosados en forma concéntrica,
de donde pendía una lámpara de plata (Figura 4). Destacan en la policromía de
esta sección el fondo rojo con resaltes grises, que contrasta contra el dorado
del florón. El conjunto se enmarca por tapajuntas que alternan los colores de
la capa pictórica. La división gris-dorado o rojo-dorado cubre el artesonado
excepto en las pechinas y el florón, dorados en su totalidad.
Un ausente a la espera de
su momento
Templo y convento decayeron
rápidamente, ya que para comienzos del XIX se reportaban problemas de
financiamiento que repercutían en el mantenimiento del conjunto eclesial. La
guerra de Independencia y la guerra Federal terminaron por deteriorar ambas
estructuras. Altares y capillas fueron
bien desmantelados o destruidos durante las conflagraciones. En algún
momento desapareció la virgen que le daba su nombre, mas permaneció como
Capilla del Santísimo. Por lo que toca al artesonado, su permanencia puede
atribuirse a una serie de oportunas coyunturas. No fue agredido durante los
numerosos sucesos bélicos del siglo XIX –quizás por su ubicación en alto,
esquinera y de fondo-. No fue eliminado en las profundas modificaciones de
comienzos del siglo XX. En las agresivas intervenciones de los años ochenta y
noventa de ese siglo nadie lo consideró propio. Salvo honrosas excepciones,
arquitectos e ingenieros lo obviaron. Un oportuno vacío en la planificación de
obras públicas venezolanas, que no incluye techos interiores como éste,
carentes de función estructural y por tanto de atractivo financiero para
ingenieros y arquitectos, y el desconocimiento de su valor artístico, cultural
e histórico; han constituido a la vez su debilidad y fortaleza. En su debilidad
fue penetrado por patologías diversas y avanzando el deterioro, sin que hubiese
interés por su restauración pero tampoco por su remoción. Preocupados
especialistas y contratistas en la nave central, pisos y muros –espacios
financieramente más atractivos-, sobre ellos recayó todo el peso de las
nociones etnocéntricas asociadas al desarrollo y la minusvaluación de lo
propio. Ello explica la remoción del ladrillo artesanal, la destrucción de los
restos de pintura colonial y del techo policromado de la nave central, el
arrasamiento de las áreas de entierros, entre otros actos. En este mare
mágnum de destrucción la pequeña capilla con su techo interior se convirtió
en un convidado de piedra, ajeno a todo proyecto, por no incluirse
historiadores, arqueólogos ni restauradores en los equipos de las instituciones
que tuvieron responsabilidad en su momento. Y en ello radicó una inédita
fortaleza: mantenerse casi completo y a la espera de su momento.
La
restauración
En agosto de 1997, la
Corporación Mariano de Talavera (CMT), en su calidad de representante del
Instituto de Patrimonio Cultural (IPC), elaboró un informe técnico sobre las
principales patologías del templo, y contactó con la World Monuments Fund. En
este informe, por primera vez, se detalla el estado de conservación del
artesonado, gravemente afectado por ataque biológico (comején)22.
Simultáneamente, la edificación ingresó el 17 de junio de ese mismo año a la
lista 1998-1999 del Programa Vigía de los Monumentos del Mundo, como uno de los
cien sitios en mayor peligro, siendo –entre todos los inmuebles de la zona
monumental de Coro- el que ha presentado más fallas y amenazas de colapso en
los últimos años, agudizadas por las lluvias de diciembre de 1999. A raíz de su
inclusión en la lista, recibió un financiamiento de 50000 dls., que ha sido
canalizado hacia la restauración del artesonado. Fue incluido nuevamente en la
lista 2000-2001.
En función a lo anterior,
en agosto de 1997 la CMT contrató al Taller de Conservación de Madera
Policromía, para el levantamiento planimétrico del artesonado de la Capilla del
Santísimo. Ese mismo año fue desmontado parcialmente para someterlo a proceso
de restauración. Es la primera ocasión que se detecta, de manera decidida y
argumentada, la preocupación de una institución por el estado de esta obra, ya
que hasta entonces todos los esfuerzos e inversión se habían concentrado en otros
componentes de la planta arquitectónica, obviando esta techumbre, en lo que se
advierte como una evidente incapacidad de los responsables para comprender los
diversos componentes de la edificación, así como la necesidad del trabajo
interdisciplinario y en equipo.
A partir de 1997 se han
efectuado varias intervenciones y estudios, destacando tres: el sondeo
arqueológico del templo, la elaboración de un proyecto de restauración integral
del templo que sin embargo, una vez más, carece de la visualización y el
análisis de la unidad artesonado-edificación; y el proyecto y ejecución de la
restauración del artesonado a partir de una labor multidisciplinaria, el cual
fue concluido en el año 2003 y que pasó por comprender, en primera instancia,
tanto la evolución arquitectónica del
templo como los cambios sucedidos en su planta arquitectónica y bienes muebles
tras la desaparición del complejo eclesial.
Proceso de restauración
Diagnóstico del estado de
conservación
Al momento de su desmonte
se realizó una conservación pasiva, clasificándose todos los elementos y
fragmentos, efectuándose una limpieza superficial del polvo y tratamiento
fitosanitario con piretroides por la cara posterior de tapas y tapajuntas de
cada uno de los faldones. El diagnóstico del estado de conservación de la obra
arrojó:
1) Infestación de hongos e
insectos xilófagos. Junto a las zonas degradadas por los xilófagos se
apreciaron grietas y desprendimientos de la policromía debido a los movimientos
de dilatación y contracción de la madera ocasionados por las oscilaciones micro
climáticas, las agresiones mecánicas y depósitos y capas de suciedad de
distinto origen.
2) Desprendimiento de base
de preparación, capa pictórica y hojilla de oro; falta de adherencia por
rupturas adhesivas y cohesivas del estrato debido a las mismas condiciones
expuestas.
3) Suciedad y partículas de
polvo adheridas en el sustrato exterior, provocando oscurecimiento general,
atenuando la intensidad de los colores en las policromías y el brillo del oro.
También había manchas producidas por la humedad.
4) Fragilidad en el soporte
de la obra y degradacion en la estructura de sostén a consecuencia de las
escorrentias de agua que sobre algunos de los faldones eran frecuentes.
Análisis químicos
Para identificar las
técnicas de manufacturas y materiales se realizaron análisis químicos previos a
la intervención, que fueron realizados por el Departamento de Pintura del
Centro Nacional de Conservación, Restauración y Museología de La Habana
(CENCREM); utilizándose técnicas estratigráficas, microquímicas y de tinciones
selectivas[20]. Así mismo se realizaron en la Universidad
Externado de Colombia, los análisis que permitieron la identificación de los
pigmentos utilizados en la obra.
Los análisis concluyeron
que la obra fue ejecutada al temple empleando huevo como aglutinante de sus
pigmentos, y la base de preparación está constituida por carbonato de calcio y
cola. La poca documentación histórica que hay sobre la manufactura de la pieza
y técnicas empleadas durante su ejecución, hizo al equipo de especialistas
decidir que el último estrato de pintura (blanco), en primera instancia
considerado un repinte, no fuese removido, sino que se consolidara para, luego
de hacer exámenes y proseguir la investigación histórica que ayude al mejor
conocimiento de su devenir, proceder a la toma de decisiones. Este fue un
problema de primer orden, no porque afectara la conservación del artesonado,
sino porque los criterios para determinar su permanencia variaban según el
criterio de cada especialista. Así, para unos era un repinte que alteraba la
estética de la obra, para otros era una técnica común en la época de ejecución
del artesonado, y descartaban su liberación. Hipótesis ambas que no han podido
dilucidarse.
Criterios de intervención
Las intervenciones se
encaminaron a dar estabilidad estructural al artesonado, consolidar las capas
pictóricas y limpiar la superficie. Como ya se explicó, por falta de datos
históricos no se planteó la eliminación de elementos considerados ajenos al
original (capa pictórica blanca), pero sí la adición de pequeñas partes faltantes,
así como determinar las causas de las patologías e investigar el deterioro. Se
decidió la mínima intervención posible, para conservar la obra con pleno
respeto al original. La restauración termina en el momento que aparece la duda.
Se tomaron precauciones
durante la limpieza ante la posible pérdida de los estratos debido a la
fragilidad de la obra tratada. Esta limpieza se realizó en forma mecánica,
empleando sistemas de aspiración una vez consolidados los estratos, removiendo
cuidadosamente con pinceles y brochas suaves en las zonas de difícil acceso.
Se hicieron pruebas de
compatibilidad y/o agresión de los diferentes materiales utilizados como
fijativos, adhesivos y consolidantes; buscando soluciones compatibles con las
técnicas constructivas originales y tipo de alteración presente, así como con
los criterios básicos de la restauración.
Se decidió emplear
diferentes formas de unión y ensamble, apelando a una pasta de relleno a base
de acetato de polivinilo y aserrín. Las grietas producidas por las tensiones o
defectos en la madera, fueron cerradas con la ayuda de tensores parciales y
luego selladas con aserrín y acetato de polivinilo. En las de mayor envergadura
se enteló la parte posterior con loneta cruda y engrudo.
Se emplearon adhesivos
naturales, colas suaves, a las que se les aplicó un producto funguicida
preservativo también natural, para evitar la posible proliferación de colonias
en un medio propicio. Se aplicaron junto con el papel japonés para evitar el
desplazamiento de pequeñas partículas en las zonas más pulverulentas, y en los
casos más críticos se consolidó a base de cola suave y metacrilatos.
La limpieza del dorado se
realizó con solventes e hisopos. La reintegración de la base de preparación se
hizo con pasta de carbonato de calcio y cola animal, bol de armenia y luego
hojilla de 22 kilates, capa de goma laca y una capa de protección.
Se decidió respetar la
legibilidad o diferenciación de las reintegraciones realizadas, distinguiéndose
lo original de lo restaurado o añadido, sin distorsionar la integridad estética
de la obra. Así, para la reintegración cromática se utilizó exclusivamente
acuarela, por su excelente reversibilidad, aplicándola en forma de veladuras y
en un tono inferior al original, para tener la posibilidad de distinguir
visualmente la laguna a corta distancia y no caer en un posible falseamiento.
Así mismo, la base de preparación se elaboró con carbonato de calcio y cola
animal, respetando la manufactura original de la obra. Finalmente, se procedió
a aplicar una capa de protección sobre la base de preparación.
BIBLIOGRAFÍA
Fuentes
primarias en archivo
Archivo Arquidiocesano de Caracas-Fondo
Franciscanos, legajo 14, conventos Carora-Coro.
Archivo
Histórico de Falcón, Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda
(AHF-UNEFM), Sección Instrumentos
Públicos (SIP), Tomo I, Tomo II,
Tomo VIII, Tomo XXIII, Tomo XXXVI, Tomo XL, Tomo XLI, Tomo XLIII.
AHF-UNEFM, Sección
Testamentarías (ST). Cajas Nº 2, 4, 5, 38.
Carballo, Jorgelina (2001).
Análisis de un artesonado venezolano. Cuba, Centro Nacional de
Conservación, Restauración y Museología (inédito).
Castillo,
Lucas Gmo. (1983). Santa Ana de Coro: dos obispos y un convento.
Ediciones del Congreso de la República. Caracas.
Gasparini,
Graziano (1961). La arquitectura colonial de Coro. Ediciones A, Caracas.
Gómez,
Lino (1974). La provincia franciscana de Santa Cruz de Caracas. Tomo I.
Edición ANH, Caracas, 1974.
Martí,
Mariano (1969). Documentos relativos a su
visita pastoral de la Diócesis de Caracas. 1771-1784, T. IV
(Inventarios). Edición ANH, Caracas.
Ochea,
Milagro y Vivas, Virginia (2001). Proyecto de restauración integral de la
iglesia de San Francisco, Caracas, (Inédito).
Zucchi,
Alberta (2000). Recuperando el pasado: arqueología e historia documental de
la iglesia de San Francisco de Coro. Caracas. IVIC, (Inédito).
[1]
Archivo Arquidiocesano de Caracas-Fondo
Franciscanos (FF)r, legajo 14, conventos Carora-Coro. El documento de 1620
estaba en poder de Beatriz Hernández, hija de Ambrosio, quien lo entregó a
Figueroa.
[2] Archivo Histórico de Falcón,
Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda (AHF-UNEFM), Sección Instrumentos Públicos (SIP),
T. I, F. 283-284v; AHF-UNEFM, SIP. T. II, F. 6-7v. AHF-UNEFM, Sección
Testamentarías (ST). Caja Nº 4. Testamentaría de Manuel Contín Romero, F.
1-10.
[3] Archivo General de Indias,
Sección Santo Domingo (SSD), L. 33, F. 577-605.
[5] AHF-UNEFM, SIP, T. VIII, F.
216.
[6]
Alberta Zucchi, Recuperando el pasado: arqueología e historia documental de
la iglesia de San Francisco de Coro. Caracas. IVIC, 2000 (Inédito), pp. 41, 120-122, 130.
[7]
Mariano Martí, Documentos relativos a su
visita pastoral de la Diócesis de Caracas. 1771-1784, t. IV (Inventarios). Edición ANH.
Caracas, 1969, p. 32.
[8]
Diversos documentos de la Sección de Instrumentos Públicos y Sección
Testamentarías, Archivo Histórico de Falcón-UNEFM, mencionan estas
capillas, destacando entre ellos el testamento del canario Sebastián Joseph de
Talavera (1778), regidor perpetuo. AHF-UNEFM, SIP, T. XL (1779-1782), F. 66-81v. Una
descripción en detalle se encuentra en el inventario que en 1791 hiciera fray
Joseph Girán. AGN, Convento de la Salceda de Coro, Libro Nº 4 “Alhajas y autos
de visita”. En: Lucas Gmo. Castillo. Santa Ana de Coro: dos obispos y un
convento. Ediciones del Congreso de la República. Caracas, 1983, pp. 35-40.
[9] Fray
Lino Gómez Canedo extrajo varios datos del “Libro Becerro” del convento,
fechado 1796 y hoy desaparecido. Algunos los proporcionó al Arq. Graciano
Gasparini, quien los aporta sin mencionar la fuente. Lino Gómez Canedo. La
provincia franciscana de Santa Cruz de Caracas. Caracas, edición ANH, 1974,
Tomo I, p. 85; Graziano Gasparini. La arquitectura colonial de Coro.
Caracas, ediciones A, 1961, p. 175.
[10]
Zucchi, Ob. Cit., p. 14.
[11] AGN, Libros del convento
de Coro, N° 4. En: Lucas Gmo. Castillo, Ob. Cit., p. 46.
[12] AHF-UNEFM, ST, Caja Nº 5. Testamentaría de Francisco Clemente de
Salas, F. 18-23; AHF-UNEFM, ST, Caja Nº 5. Testamentaría del Pbro.
Francisco Jorge de Olivera, F. 74-93; AHF-UNEFM, ST, Caja Nº 2.
Testamentaría del alférez Manuel de Ojeda,
F. 1-5; AHF-UNEFM, ST, Caja Nº 2. Testamentaría de Juan Luis
Bello, F. 10-11; AHF-UNEFM, ST,
Caja Nº 4. Testamentaría de Manuel Contín Romero, F. 1-10; AHF-UNEFM, ST, Caja Nº 13. Testamentaría de Pedro
Perozo de Cervantes, F. 1-13v; AHF-UNEFM, ST, Caja Nº 17. Testamentaría de don
Juan Antonio de Ugarte, F. 57-64; AHF-UNEFM, ST, Caja Nº 38.
Testamentaría de Juan Nicolás Contín Romero, F. 52-57 y 36v-37v; AHF-UNEFM, SIP,
T. XXIII, F. 424-426.
[13] El
abuelo de Ana María, Pedro Sangronis, fue regidor y alcalde provincial de la
Santa Hermandad; y su esposo, José Antonio de Zárraga, fue hijo de los también
vizcaínos Juan Bautista de Zárraga y Antonia de
Mosti.
[14] «Testamento de Ana María de
la Colina. Coro, 27-03-1767», «Documento de creación de capellanías por
voluntad de Ana María de la Colina. Coro, 2-12-1774». AAC-FF, legajo 14, conventos Carora-Coro. El énfasis es nuestro.
[15]
Medidas tomadas de: Milagro Ochea y Virginia Vivas, Proyecto de restauración
integral de la iglesia de San Francisco, Caracas, 2001, (Inédito).
[16] AHF-UNEFM, SIP, T. XXXVI, F. 479v.
[17] Inventario
de fray Joseph Girán (1791). En: AGN. Convento de la Salceda. Coro. Libro N° 4.
Citado por: Lucas G. Castillo, Ob. Cit., p.40.
[18]
«Testamento de Ana María de la Colina. Coro, 27-03-1767». AAC-FF, legajo 14, conventos Carora-Coro.
[19] Inventario de fray Joseph Girán (1791).
En: AGN. Convento de la Salceda. Coro. Libro N° 4. Citado por: Lucas G.
Castillo, Ob. Cit., p.40.
[20] Jorgelina Carballo (2001). Análisis de un
artesonado venezolano. Cuba, Centro Nacional de Conservación, Restauración
y Museología (inédito).
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